Estaba sentado en la arena, mirando con cierto pesar su nuevo kayak: Línea estilizada, proa alzada, largo y estrecho, veloz. El material del que se fabricó, de última generación, combinaba fibras de poliéster, resinas vinílicas, epoxis, cabos y líneas de vida de kevlar, riñonera de espuma de poliuretano, reposapiés de plástico rígido, timón de acero, cubrebañeras de neopreno, pala de fibra de carbono.
La tecnología espacial llevada al kayak de mar, de punta a punta. Constituía un orgullo para él ser propietario de aquella maravilla de la técnica e ingeniería, con la cual disfrutaba como nunca de la navegación.
Otra de sus costumbres era el compartir con otros aficionados al mar sus experiencias, entre las que destacaba las cualidades de su recién estrenado kayak. Siempre dispuesto a aprender, abierto a opiniones, esperaba de otros mas experimentados consejos, ayudas, ideas, iniciativas.
Muchos otros colegas con cantidad de horas de navegación y amplios conocimientos, insistieron en lo inapropiado que resultaba en esa embarcación el uso de un timón externo, aduciendo la peligrosidad del mismo para los rescates, así como la incongruencia que representaba en un kayak de mar tradicional la adición de tan moderna técnica.
Después de mucho meditar y experimentar, decidió que su próximo paso estaría encaminado a la práctica del kayakismo tradicional, respetando el origen y técnica de dicha embarcación. Consultó páginas en Internet, libros especializados, fotografías de auténticos kayaks, y sintió de repente que su interior despreciaba todo aquello que hasta ese día era causa de su felicidad en el mar.
Sin pensarlo ni un segundo, agarró un cuchillo y herramientas, y de un plumazo acabó con aquel pegado postizo, útil sólo para los cómodos e irreflexivos advenedizos del kayak. Todo a la basura: polea, eje, hoja del timón, cabos…
Satisfecho de sí mismo, caminó hacia la orilla del mar, dónde su “tradicional” kayak con tecnología de última generación le esperaba varado en la arena. Sus ojos ahora ya no miraban igual que antes, eran los ojos de un inuit, sorprendido ante el brillo cegador del gel-coat que protegía la estructura de su barco. Un sentimiento extraño le invadió, aquel barco no era un kayak tradicional, no podía serlo estando construido con materiales ni siquiera soñados por sus originales creadores, una estafa, una réplica ultramoderna que traicionaba el espíritu de la mas antigua embarcación conocida.
La tradición es una mesa con múltiples patas, ya había eliminado la correspondiente al timón, pero las restantes no eran sino mas de lo mismo, adaptaciones del siglo XXI que nada tenían que ver con lo que es un kayak de mar.
Guardó el artefacto en lo mas profundo del garaje, y resuelto comenzó el proceso de construcción, pues no podía ser de otra manera, de su primer kayak de mar, esta vez de verdad, tradicional.
El rugido de las máquinas de serrar en el establecimiento maderero donde pensó adquirir los materiales para la estructura del barco lo frenó en seco en la misma puerta. Se imaginaba a sí mismo vestido con pieles de foca, ausente la mente de todo lo moderno, visualizándose ya embutido en su “ropa para andar por el agua”.
No podía ser, esto tampoco podría ser tradicional, y como hubiera hecho cualquier inuit en su circunstancia, en un ambiente totalmente despoblado, sin vegetación y por supuesto sin recursos madereros, se encaminó a la costa, para recoger lo que las olas hubieran arrastrado a su continente, igual que hubiera hecho el esquimal que se imaginaba ahora que era.
¿Hubiera despreciado por su porosidad o abundancia de nudos cualquier tronco que la caprichosa naturaleza hubiera depositado a sus pies? Aquel esquimal hubiera tenido más bien poca capacidad de elección. De esa manera, recogió innumerables astillas, maderos, deshechos de la construcción, y seguidamente se hizo la concesión de un cuchillo y un hacha, algo que realmente era un insulto a la tradición, el no usar herramientas tradicionales. Antes de levantar su mano para dar el primer corte, de nuevo una invasión de prejuicios le hizo reconsiderar su actuación, y despreció aquellas afiladas herramientas tan impropias e inadecuadas dentro de la tradición.
Y acabó con las manos destrozadas, pues no fue fácil rebajar, desbastar, cepillar y ajustar las piezas de madera con la ayuda de varias piedras cortantes y un trozo de hueso que encontró en el monte, al que raspando contra las rocas le extrajo un respetable filo cortante.
Tampoco fue escaso el tiempo, los meses de espera mientras crió una docena de cabras, las cuales una vez sacrificadas le proporcionaron una respetable cantidad de tendones y cabos de sus curados intestinos. Las pieles curtidas al sol conformarían la envoltura del esqueleto, cosido con los mencionados tendones. La falta de focas y renos en sus latitudes era algo totalmente insalvable, pero la Tradición, ahora encarnada en su mente en deidad humanizada, adusta pero también complaciente, le sonrió cómplice mientras degollaba las cabras una tras otra.
Un año le llevó el proceso hasta que por fin pudo comenzar el cosido de las pieles alrededor de la estructura, de aspecto rudimentario pero sólido. Las agujas fabricadas con astillas de los huesos de cabras se quebraban apenas habían enlazado un par de palmos de pieles, pero con constancia e iluminado por la Tradición, vio su esfuerzo reflejado en un multicolor panel de pieles rojizas y negras con forma de kayak.
Un nuevo guiño cómplice de la Tradición le apoyó cuando usó las envolturas de sebo de los riñones de las cabras para untar las costuras e impermeabilizarlas. Por supuesto, habría de incluir en su equipaje diario media docena de estas bolas para cada salida, pues el contacto con las olas saladas eliminaría esta protección paulatinamente.
Cuando cargaba al hombro el tronco que seguramente provenía de un derribo y encontró semienterrado en la costa, sufrió pensando en sí mismo tres mil años atrás, inuit esa vez, y marchando jornadas enteras a la espera de ese regalo del mar, esa madera larga y recta de al menos dos metros que alguna corriente guiada por un dios generoso le regalara y convirtiera en propulsor, la pala.
Había de considerarse afortunado, aunque más de un año había transcurrido desde el comienzo de su viaje iniciático a la Tradición en forma de artesano esquimal adaptado al Mediterráneo. Los rigores del clima ártico no llegaban a sus mejillas, tampoco necesitaría de un cubre bañeras tan extremo, el riesgo de hipotermia era por supuesto mucho menos elevado. Y así fue como se fabricó en sólo dos semanas un bonito faldón peludo de dos cabras rojas, que ajustado a la cuerda gruesa que había tejido con esparto conformaba la solapa de la bañera. ¡Si hubieran tenido esparto los inuits¡ Esta vez la Tradición prefirió no mirar, su gesto adusto con el mentón elevado entristecieron a nuestro amigo, que desolado arrancó el esparto trenzado y lo sustituyó por un cordón grueso de restos de pieles enrolladas.
El problema mayor que tuvo fue con su esposa, la cual no soportaba el olor que aquel artefacto desprendía, colgado del techo de su garaje. Es verdad que el año transcurrido viendo a su esposo totalmente imbuido de Tradición, empeñado en la consecución de tan interpretable objetivo había influido y mucho en la relación. Los amigos con los que antes paleaba se hacían conjeturas al respecto, y unos en voz alta y otros callando, le consideraban un chiflado.
El rebatía todos estos argumentos con mayúsculas: La Tradición no se discute, por si misma tiene razón, es inefable por naturaleza. No hay medias tintas, o te prostituyes con la modernidad, en cualquiera de sus facetas: timón, resina, poliéster, vinilo, compás, bomba de achique, emisora, bengala, kevlar, cremalleras, neopreno, bolsa estanca, compartimentos estancos, reservas de flotabilidad, etc, o te mantienes íntegro, tradicional, inuit, en resumen, Kayakista de Mar.
Y así fue que desde ese día navegó siempre al lado de la Tradición, sintiéndose infinitamente superior a aquellos grupos de kayaks multicolores y vociferantes, que equivocados y confusos, aunque aparentemente felices, miraban hacia delante en lugar de dirigir su timón a la Tradición.