Después de esperar con ansia toda la semana, esta mañana madrugué más que el sol para llegar a punto a la cita con mi amigo Yago. Habíamos quedado en Fuengirola para palear un rato juntos. La mañana amaneció soleada, pero con bastante viento. De camino, su fuerte soplo bamboleaba el coche y tenía que sujetar con fuerza el volante para evitar que me desplazara. Pero cuando llegamos al mar, se había calmado bastante y apenas si se rizaba un poco la superficie del agua. Embarcamos y decidimos poner rumbo al faro de Calaburras. Yo, prácticamente estrenando mi nuevo Sikuk, y Yago con su preciosa Sedna. Yago me saco pronto la delantera, y yo tenía que esforzarme para no quedarme atrás, aún cuando él se paraba a esperarme. Poco a poco, el viento empezó a apretar, y la mar a encresparse. Yo no llevaba los pedales bien colocados, me quedaban un poco lejos, y me faltaba pierna para dirigir el timón. El barco tendía a derivar hacia alta mar, y me costaba mucho evitar alejarme demasiado. Llegó un momento en que Yago se encontraba a unos doscientos o trescientos metros más cerca de la playa que yo. A pesar de todo, me encontraba tranquilo y disfrutaba del momento, pues el barco se comportaba, saltaba sobre las olas con bastante seguridad y en ningún momento temí caer al agua. Poco a poco, conseguí enfilar la costa. Las fuerzas andaban algo mermadas, pero con el deseo de tocar tierra, empecé a remar con todas mis ganas. Me di cuenta de que pegando la pala cuanto podía al costado del barco mejoraba el redimiento de mis paladas, y remé con tantas ganas que sentía como la quilla cortaba las olas. En un periquete la playa se fue acercando y conseguí fijar el rumbo al mismo punto en que Yago había ya desembarcado. Cuando me encontraba ya muy cerca de la orilla, Yago me gritó que subiera el timón. ¡Maldición, había olvidado subirlo, y ya tenía la playa encima! Rápidamente me giré y tiré con todas mis fuerzas para subirlo, pero al hacerlo perdí el equilibrio y una ola acabó de tirarme. Me encontré con que la profundidad era tan escasa que mi cabeza chocaba contra el suelo y no podía incorporarme para tirar del cubre y salir. Por más que lo intentaba no conseguía alcanzarlo. Traté de sacar la cabeza fuera para respirar apoyándome con las manos en el suelo, pero apenas si pude tomar un poco de aire. La situación era angustiosa. Noté que Yago corría hacia mí y sentí sus manos tratando de ayudarme. Pensé que nisiquiera con su ayuda podría salir, pero al fin, no sé cómo, Yago consiguió soltar el cubre y pude sacar la cabeza del agua y respirar. Entre los dos sacamos el kayak del agua y nos dio por reir, pero la verdad es que fue un mal momento.
Creo que he aprendido la lección y no volveré a olvidarme ni de subir el timón ni de soltar el cubre antes de desembarcar, y me alegro de poder estar contándolo ahora con la esperanza de que pueda servir de aviso a otros que como yo, empiecen con este fascinante deporte.