He cometido una imprudencia, y ahora que estoy en casa, que el kayak está en su sitio y que todavía me tiembla todo el cuerpo, me siento delante de la pantalla con el propósito de relatar lo que he hecho, no sé si por mero exhibicionismo o por pensar que la exposición pública me ayudará a evitar -a recordar- lo que, sin duda, ha sido un error garrafal.
Como ya comenté en otro lugar, navegué en piragua hace años, en la ría de Muros-Noia. La embarcación que tenía entonces era de dos plazas, y su estabilidad -ahora que tengo con qué compararla- no tenía nada que envidiarle a la de un portaaviones.
Hoy ha amanecido lloviendo, con viento y mar de fondo. No obstante, mi impostergable ilusión por estrenar el barco me ha hecho subestimar las condiciones y sobreestimar mi habilidad, y, a media mañana, viendo que se abrían claros en el cielo y que dejaba de llover, me calcé los escarpines, subí la piragua al carro, abrí el portal y marché, loco de contento, hacia la playa.
He puesto muchas ilusiones en el remo, y algunas de ellas nada tienen que ver con el mar o con el deporte y sí con recuperar el contacto con el cuerpo propio, marginado tras años de vida sedentaria, con volver a sentirlo funcionando y transgredir así la frontera de una existencia recluida en la actividad cerebral, desgraciadamente limitada y, al menos en mi caso, un tanto rendida.
Llegué a la orilla y vi unos cuantos rizos blancos, unas cuantas nubes negras. ¡Bah! Empujado por una alegría casi demencial, me sentía capaz de todo y, en consecuencia, ¡bah!. Estaba claro que no iba a volver a casa con el kayak seco. Tras preparar el barco y acomodarme en la bañera, di unas cuantas paladas para alejarme de la arena (y, también, aunque no lo pensé, del último atisbo de prudencia). Me pareció que todo iba bien y seguí hacia adelante.
Hete aquí que, como la marea estaba baja, la corriente, al chocar con el inmediato fondo, levantaba unas olas que enseguida empezaron a entrar de costado. Ése fue el primer momento en que advertí que habría hecho mejor quedándome en casa jugando a las canicas, por ejemplo. Con los vaivenes llegaron los nervios y, con éstos, el agarrotamiento. Los brazos me obedecían, sí, pero como si me oyeran desde lejos, y las caderas habían cobrado vida propia y actuaban por su cuenta y riesgo. Qué fácil es perder los papeles: cuestión de segundos.
Todavía con cierto uso de razón, opté por volver a la playa, que, a fin de cuentas, sólo estaba a unas decenas de metros, a mis espaldas, pero descubrí que no era capaz de virar. El viento, del que hasta entonces había hecho caso omiso, había tomado las riendas de mi popa y, por tanto, de la dirección de la singladura. El kayak se desequilibraba cada vez que intentaba llevarlo a donde yo quería, y temía ahogarme si volcaba, no ser capaz de soltar el cubrebañeras y salir. Además, con aquel viento, ¿qué iba a hacer? ¿Soltar el kayak y volver a nado?
Tras pensarlo un poco, y es curioso que uno sea capaz de pensar en esas circunstancias, decidí que la única opción consistía en seguir hacia delante. A unos mil metros de mi posición, había una isla con una playa y un puente por el que volver con el kayak a cuestas. Conozco esa isla desde siempre y, pese a ello, se me antojó extraña e inexplicablemente lejana. Fijé la vista en la orilla y, en fin, remé como pude.
Qué mal lo pase, qué mal lo pasé, qué mal lo pasé... Nótese que recorrí un trecho que la gente, cuando hace bueno (yo incluido) salva a nado. Qué mal lo estaba pasando, imbécil de mí. Mar de fondo (me parecía enorme), viento y, para colmo, estupidez supina, la mía. Por si fuera poco, me sentía ridículo. ¿Acaso me iba a ahogar o a perder el kayak en un sitio tan poco exótico? Quien sepa adivinar de qué lugar estoy hablando, a buen seguro se estará riendo.
El caso es que, por obra y gracia de la fortuna, llegué sano y salvo a la playa de la citada isla, tras haber cruzado aguas agitadas y tenebrosas. Me bajé de la piragua torpemente, me senté en la arena y... Por motivos que no me es dado conocer, ¡volví a meterme en el kayak y remé por donde había venido! Me imagino que preferí morir con el cubrebañeras puesto a padecer la penuria y la vergüenza de volver caminando con la piragua.
Volví a encontrarme en una situación comprometida, con la salvedad de que, en esta ocasión, el viento me azotaba en perspectiva caballera, es decir, que me costaba avanzar mucho más que antes. Volqué al llegar, casí sobre la arena de la playa de la que había salido. Estaba temblando y agotado.
No voy a soltar ahora una moraleja con la que salvar la cara y aleccionar a diestro y siniestro. He sido un perfecto g*****. Eso es todo.