Monçao es un buen lugar para detener el trepidante descenso y, visto lo relajado de la etapa por delante, darse un paseo por sus murallas y tomarse um café para mí,
um pingado para el Mai y unos
pastéis de nata en alguno de sus numerosos cafés. Además de ciudad termal como buena parte de las que se asoman al Miño en uno u otro lado de la frontera, después de Melgaço (que no logramos divisar el día anterior desde el agua), Monçao es el primero de los fuertes amurallados que aparecen por pares en esta parte de la frontera; en este caso se enfrenta al de Salvaterra, en la orilla española del Miño, más discreto que éste.
Ya tarde bajamos al río, con calma y posamos la piragua de nuevo en el agua ya templada por el intenso sol del mediodía. El Miño corre ahora como trotando, sin la velocidad de los rápidos que saltamos ayer, pero tampoco con la quietud de un río embalsado. Se le nota libre y vivaz a este río, por fin. El cauce se abre y las orillas, cada poco más separadas, se asoman al agua con menos brío, más calmadas y horizontales como habiéndole perdido ya el respeto al impetuoso caudal de antes.
Las últimas pesqueiras, restos de una industria piscícola que debió ser imponente (dicen que a principios del siglo XX había más de 500 entre los dos países), aparecen como espolones de piedra hacia el agua. Un tradicional arte de pesca para la lamprea que sube contracorriente desde el mar para desovar y es, o era, pescada con las nasas que se colgaban desde estas construcciones. Un proyecto de declaración como Bien de Interés Cultural de estas impresionantes construcciones y de su uso tradicional, no se sabe muy bien porqué, está todavía a la espera de aprobación.
A mitad de recorrido, una mancha negra en la orilla portuguesa llama nuestra atención. Se trata de una pequeña playa fluvial convertido en conchero de por lo menos dos especies distintas de bivalvos, la mayoría de ellos agujereados por el certero picotazo de las garzas o las cigueñas que se los meriendan.
El río sigue su fluir tranquilo, sabedor ya de que su destino no puede ser otro que el irresistible
océano que actúa, parece, como un imán para sus aguas.

En apenas una hora aparece a lo lejos la silueta de la torre de Lapela, pequeño pueblito portugués con un área recreativa donde aparcamos por un rato la piragua para comer.
La proberbial amabilidad portuguesa se hace aquí realidad, y además del frugal almuerzo que llevamos encima, nos metemos entre pecho y espalda media docena de sardinas grelhadas, una botella de
vinho do Douro y una ensalada con la que nos recibe un grupo que está celebrando una comida familiar ahí mismo... todo un lujo que merece además de la eterna gratitud, una siesta que hace que la etapa, de normal resuelta en apenas tres horitas, se alargue algo más de la cuenta.
El camino hasta Tui se hace tranquilo, acompañados a partir de ahora de los incendios forestales que asolaron esta parte de Galicia y Portugal durante el verano de 2010; el río es amplio y a cada orilla se aparecen pequeños embarcaderos y playas fluviales que hacen que cada vez nos sintamos más acompañados en el viaje.
Pero esa amplitud también hace que se utilice para cargar las panzas de los hidroaviones que luchan contra los incendios, por lo que navegar cerquita de la orilla no es mala cosa si no se quiere
acabar lanzado sobre las cenizas de un eucaliptal.

El club nautico de San Telmo de Tui (
http://www.cnsantelmo.com/) aloja nuestra piragua en su hangar, aunque seguramente lo habrían hecho también con similar amabilidad desde el Club Kayak Tudense (
http://www.kayaktudense.org) unos pocos cientos de metros aguas abajo del embarcadero del náutico, aunque no nos dio tiempo a comprobarlo.